Érase una vez, en un reino muy lejano, un hombre de sangre noble, colmado de riquezas. Érase una vez una mujer hermosa, la esposa de aquel hombre rico, que vivía junto a él en una lujosa hacienda. El matrimonio gozaba de una buena vida, pero un triste día, la mujer enfermó gravemente, poco después de concebir a su única hija. En su lecho de muerte, la bella mujer le dijo a su hija: "Mi pequeña, debo irme, pero cuidaré de ti desde el cielo. Te ayudaré cuando me necesites. Solo mantente piadosa y buena". El marido, que estaba junto a ella con la niña en brazos, escuchó sus palabras, y lloró amargamente cuando su mujer, tras decir esto, cerró los ojos para siempre.En los años siguientes, el hombre rico llevó todas las semanas a su hija a visitar la tumba de su madre, trayéndole flores frescas en un jarro de agua, y rezando oraciones por ella.
Así transcurrieron los años, hasta que su padre decidió volver a casarse. A la niña le entusiasmaba la idea de poder tener al fin una madre, y se ilusionó más todavía cuando su padre dijo que le traía además dos hermanas.
-¡Es maravilloso, padre! Una madre y dos hermanas en un mismo día, ¡Qué bonito regalo!
Mas cuando arribó su nueva familia a la hacienda, toda su ilusión y su alegría caerían por los suelos. La mujer que se había casado con su padre era una varonesa viuda, de porte elegante, linda de rostro, pero de corazón sombrío. Miraba por encima del hombro a todo el mundo, y apenas sonreía, si no era para dirigirse a su nuevo esposo. Sus hijas, hermanas gemelas, eran iguales a la madre, destilando petulancia por donde quiera que pasasen. Así y todo, la pequeña niña había aprendido de su padre que no había que dejarse llevar por las primeras impresiones, y saludó a su nueva familia con alegría, dándoles la bienvenida a su hogar.
Mas el futuro aún le aguardaba más de una sorpresa a la pobre niña. Poco después del nuevo matrimonio, el hombre rico murió, a pesar de que parecía gozar de buena salud. Fue entonces cuando su mujer, la madrastra de la niña, quedó al mando de la hacienda. Y lo primero que hizo fue desbancar a la huerfanita de todas sus comodidades.
-Ahora estás bajo mi responsabilidad, de modo que si quieres seguir viviendo aquí, tendrás que ganarte el pan para comer y el lecho donde dormir. Ayudarás a los sirvientes a mantener la hacienda.
Las hermanastras, al ver que la niña dormía en el mejor cuarto de toda la hacienda, protestaron a su madre.
-¿Qué hace esta huérfana durmiendo en la mejor cama, en la habitación más amplia? Que se vaya a las cocinas, o que busque lecho en las cochiqueras.
Así, a la pobre niña le encomendaron las tareas más bajas de la casa: iba por las mañanas a recoger agua al pozo y a dar de comer a los animales, luego limpiaba las habitaciones de su madrastra y sus hermanastras, hacía las camas, fregaba el suelo y los cacharros, y limpiaba las chimeneas. Como siempre estaba llena de ceniza y suciedad, empezaron a llamarla Cenicienta.
El tiempo pasó, y la pequeña Cenicienta creció entre sirvientes y cocineras, mirando desde abajo el mundo en el que debería haber crecido. A pesar de todo, nunca se quejaba, cumplía obediente las órdenes de su madrastra, y aguantaba con semblante frío las burlas y humillaciones de sus hermanastras. Siempre recordaba a su padre, su sonrisa, su voz, sus abrazos... también añoraba a su madre, y deseaba con todas sus fuerzas que estuviese allí, aunque fuese tan solo para escuchar el sonido de su voz. Todos los días que podía iba a visitar la tumba de su madre, como le había enseñado su padre, y una vez allí, sola, fuera de las miradas y los oídos de su tortuosa familia, dejaba que sus lágrimas se derramasen silenciosamente sobre su tumba. Eran los únicos momentos en los que la Cenicienta lloraba.
Un día en el que la madrastra la mandó a buscar trufas al bosque, se escabulló al cementerio y fue a verla. Entre frías lápidas y panteones custodiados por ángeles de alas caídas y semblante entristecido, se encontraba la tumba de su madre: un entierro sencillo, en un lugar apartado del cementerio, con una lápida sencilla y una sencilla inscripción de su nombre y las fechas de nacimiento y defunción, acompañadas del típico "siempre recordada". Las flores estaban secas, pues hacía tiempo que Cenicienta no iba a visitar a su madre. Las apartó, y a falta de un ramo que poner en el jarrón, plantó junto a la tumba una ramita de un cerezo que había en el cementerio. Le echó el agua que quedaba en el jarrón de las flores, pero dudó que fuese suficiente para que la planta creciese, de modo que la regó con sus lágrimas, llorando por la ausencia de sus seres queridos. Lloró día tras día, cada vez que iba al cementerio, y sus penas bañadas en lágrimas alimentaron la ramita de cerezo, hasta que un joven árbol de tronco grisáceo y flores de un color rosa pálido creció junto a la tumba de su madre. Aquel árbol había crecido alimentado de pena y desdicha, y cada vez que soplaba el viento entre sus ramas, se podían oír los lamentos de la niña entre sus hojas. En los días de calor, se sentaba bajo su sombra y hablaba con su madre.
En cierta ocasión, se quedó dormida apoyada en el tronco del árbol, y al volver fue reñida y castigada sin sus jornales de una semana. Sus hermanastras, para mayor humillación, le escondieron los zapatos y la obligaron a caminar descalza por la casa, el huerto y la granja, quedando sus pies negruzcos y con rasguños. Por la noche, mientras todos dormían, se fue al cementerio bajo la luna llena, en busca de soledad para llorar. Recordó entonces las palabras de su madre antes de morir: “Te ayudaré cuando me necesites. Solo mantente piadosa y buena”. Llamó a su madre, aunque sabía que estaba muerta y no podía ayudarla, pero le consolaba hablar con ella a pesar de que no pudiese responderla. Estaba bajo su árbol, regándolo de nuevo en lágrimas, cuando oyó sobre su cabeza el graznido de un cuervo que se había posado en una de las ramas. El cementerio solía estar habitado por una bandada de varios cuervos, así que Cenicienta no le dio importancia. Mas cuando alzó la vista, le sorprendió ver que el cuervo, que la miraba con un brillo de inteligencia en sus ojos de ébano, llevaba en su pico un objeto que dejó caer a su lado. Era uno de sus zapatos.
Cenicienta lo recogió y lo examinó. No había duda, era su zapato derecho, viejo y ajado. Volvió a mirar hacia arriba, y vio que otros dos cuervos se columpiaban en las ramas del cerezo. Uno de ellos le tiró el zapato izquierdo, el otro, dejó caer de su pico y sus garras unas cuantas monedas de oro, los jornales de la semana de los que la madrastra le había privado. La joven miró entonces la tumba de su madre, luego otra vez el cerezo y los cuervos, y entonces entendió. Lloró de nuevo, pero esta vez sus lágrimas fueron de felicidad, pues su madre la había escuchado desde el cielo.
Pasaron los días, y llegó a la hacienda una carta real en la que sus majestades informaban que se iba a celebrar en unas semanas un baile de máscaras en palacio, al cual debían asistir todas las jóvenes nobles y casaderas del reino. El baile se celebraba en honor al príncipe, quien cumplía ya los veinte años y debía contraer matrimonio. La fiesta duraría tres noches, decía la carta, tras las cuales el príncipe elegiría a su esposa.
En la hacienda se formó un gran revuelo. La madrastra llamó a sus hijas y les dijo que debían ir ese mismo día a la ciudad a comprarse vestidos, zapatos, joyas y broches, tenían que aparecer hermosas e irresistibles ante el príncipe. Cenicienta, que estaba limpiando el hollín de la chimenea, oyó la conversación y pidió si podía ir también al baile.
-Pero, ¿tú qué te has creído? –dijo una de las hermanastras- ¿Desde cuando van a un baile los plebeyos?
Cenicienta alegó que ella era la hija del dueño original de la casa, el cual tenía sangre noble, de modo que también estaba invitada, según la carta. Las gemelas se quejaron y patalearon, cacareando como dos gansas, diciéndole a su madre que no la dejase ir. La madrastra las dijo que se calmasen, y luego dirigió su mirada fría y calculadora hacia su hijastra.
-Ella lleva razón, queridas hijas, algo de sangre noble lleva en sus venas. Sin embargo, Cenicienta, no puedes venir con nosotras, ya que no tienes vestido y no sabes bailar.
Cenicienta suplicó que la dejasen, que con algo de tela ella podría hacerse un vestido.
La madrastra meditó un rato y luego dijo:
-Haré lo siguiente: verteré una vasija de lentejas en la chimenea, entre las cenizas. Si para cuando vuelva las has recogido todas, entonces te dejaré ir al baile.
La madrastra se fue, pensando que Cenicienta no sería capaz de realizar la tarea para su regreso. La chica comenzó la labor con ahínco, imaginándose en el baile real con un bonito vestido, pero la tarea era difícil, había muchas cenizas y las lentejas eran muy pequeñas y difíciles de encontrar. Entonces, la muchacha se asomó por una ventana y gritó:
-Cuervos y grajos, todos ustedes pajaritos que vuelan sobre el cementerio, ¡vengan y ayúdenme!
Dos cuervos entraron por la ventana y se posaron sobre la chimenea. La Cenicienta les dio instrucciones: Las lentejas a la vasija y las cenizas en el fogón.
Los cuervos empezaron a escarbar con sus garras y a picotear la chimenea, y pronto separaron las lentejas de las cenizas, y Cenicienta las puso en la vasija. Cuando la madrastra y sus dos hijas regresaron, los dos cuervos se fueron de nuevo por la ventana y Cenicienta le tendió la vasija a su madrastra, quien se quedó patidifusa.
La chica le dijo que había cumplido con su parte del trato, de modo que ya podría ir al baile, pero la madrastra replicó:
-No tienes vestido, Cenicienta, de modo que no puedes asistir al baile.
-Déjeme dinero para ir al mercado y yo misma comparé tela y me haré uno –respondió ella.
La madrastra volvió a ponerla a prueba: voy a esconder un pendiente en el jardín de la hacienda, si en una hora consigues traérmelo, te dejaré ir a comprar la tela, le dijo.
El jardín de la hacienda era grande, y tenía varios árboles y arbustos, así que la madrastra pensó que Cenicienta jamás sería capaz de encontrar el pendiente. Sin embargo, cuando fue a buscarlo, la chica volvió a llamar a sus cuervos para que la ayudasen.
-Cuervos y grajos, todos ustedes pajaritos que vuelan sobre el cementerio, ¡vengan y ayúdenme!
Tres cuervos acudieron esta vez a su llamada, posándose en la rama de un árbol del jardín. Cenicienta volvió a darles instrucciones, y rápidamente se posaron en el suelo y empezaron a escrutar todos los rincones, pelando el césped en busca del pendiente. A la media hora, uno de ellos llevaba el pendiente en el pico, se lo tendió en la mano y los tres emprendieron de nuevo el vuelo, sin que nadie les viese. Cenicienta llevó el pendiente a su madrastra y, con gran ilusión, le dijo que al día siguiente iría la mercado a comprar la tela. La madrastra, tan sorprendida como indignada, respondió que ella no le daría dinero para comprarla, pero a Cenicienta no le importó, pues tenía ahorrado el dinero que los cuervos le habían dado la otra noche, de los jornales que su madrastra le había quitado.
En los días siguientes, tras duro trabajo y muchos pinchazos de agujas, se hizo un
vestido de tela blanca y plateada, largo hasta los pies, suave y muy bonito. Como no tenía zapatos, cogió un par de una de sus hermanastras, y del joyero de la madrastra sacó un hermoso colgante y unos anillos que habían pertenecido a la madre de Cenicienta, pero que su madrastra había guardado para sí tras la muerte de su esposo.
La víspera antes del baile, Cenicienta se probó todo su ajuar, y se miró al espejo, maravillada. Las gemelas, que la espiaban tras una puerta, avisaron a su madre al ver las joyas. La madrastra acusó a la pobre Cenicienta de ladrona.
-¿Cómo te atreves a coger mis joyas sin ningún permiso? ¡Ladrona campesina!
-Y mis zapatos, ¡se ha llevado también mis zapatos! –dijo una de sus hijas, quien, llena de ira, cogió un bote de tinta y lo vertió en el vestido de Cenicienta, dejando un manchurrón negro que lo estropeó entero.
Cenicienta corrió a las cocinas llorando, después de que su monstruosa familia la arrancase los zapatos y las joyas. Ya no podría ir al baile, el vestido estaba hecho un asco y no tenía tiempo ni dinero para confeccionar otro. Tenía tantas ganas de ir al baile... haría cualquier cosa por poder ir. Tanto fue así que se le ocurrió teñir el vestido entero de negro, de manera que la mancha de tinta no se le notase. Así lo hizo, y al día siguiente, cuando su familia ya iba hacia el baile, les dijo que lo había arreglado y que no se fuesen sin ella.
La madrastra la fulminó con la mirada.
-De ninguna manera, tú no sabes bailar y no eres más que una sirvienta, ¡nos llenarías de vergüenza!
Y para asegurarse de que no iría al baile, la encerró en el ático de la casa y guardó la llave en su habitación.
Cenicienta lloró y golpeó la puerta, suplicando que la dejasen salir. Al ver que se habían marchado sin ella, se asomó por el ventanuco y gritó:
-Cuervos y grajos, todos ustedes pajaritos que vuelan sobre el cementerio, ¡vengan y ayúdenme!.
Al poco tiempo, la bandada de cuervos se coló en la casa por las ventanas abiertas, y Cenicienta les dio instrucciones para que encontrasen la llave del ático y se la colasen por la rendija de la puerta. Los cuervos entraron en todos los aposentos, y finalmente encontraron la llave y la muchacha pudo salir. Se puso su vestido negro, y con las plumas de los cuervos se hizo una máscara para que no la reconociesen. A falta de zapatos, rezó a su madre y pidió unos. Al poco rato, uno de los cuervos entró en la casa volando y dejó ante ella un par de zapatos negros y de brillantes. Ya estaba lista para partir al baile.
Una vez allí, sus hermanastras y su madrastra no la reconocieron, pues creían que era una princesa extranjera, con aquel vestido negro tan elegante y esa máscara de plumas tan exótica. Nunca se imaginarían que se trataba de su sirvienta, ya que pensaban que seguiría en el ático, llorando.
El príncipe la vio entre la multitud, quedando asombrado por su belleza. Bailaron juntos toda la noche, y si alguien le pedía a la Cenicienta bailar con ella, respondía: “Él es mi pareja de baile”.
A altas horas de la madrugada, cuando ya faltaba poco para el amanecer, Cenicienta vió que su familia ya volvía a la hacienda, y rápidamente se tuvo que despedir del príncipe, porque tenía que llegar antes que ellas para que no la descubriesen.
-Déjeme acompañarla a su casa, madame, para que pueda ver donde se hospeda y poder ir a buscaros.
La Cenicienta se excusó y dijo que no hacía falta que la acompañase, pero el príncipe insistió, así que tuvo que despistarle para perderse de vista. Se escabulló entre el gentío al jardín de palacio, y se escondió en el palomar. El príncipe llamó a su padre para decirle que había encontrado a su posible esposa, y quería presentársela, pero cuando abrieron la puerta del palomar, no había ninguna mujer en su interior. Lo único que encontraron fuera de lugar fue una bandada de cuervos que volaron fuera del palomar cuando éstos abrieron la puerta.
Al regresar la madrastra y sus hijas, subieron al ático y vieron a Cenicienta dormida en el suelo, con su viejo vestido lleno de polvo.
A la mañana siguiente, no había otro tema de conversación en la hacienda que la misteriosa joven de negro que acompañó al príncipe durante toda la noche. La madrastra estaba asombrada, pues el príncipe ni se fijó en el resto de mujeres que querían bailar con él, y las gemelas estaban ofendidas y frustradas, ya que su alteza las había ignorado toda la noche, a pesar de sus exuberantes vestidos. Cenicienta escuchaba la conversación mientras servía el desayuno, riendo en su fuero interno, mientras su familia ignoraba que la misteriosa joven estaba delante de ellas.
Por la noche, la madrastra encerró de nuevo a Cenicienta, por si se le ocurría volver a pedir que las acompañase. Esta vez la chica de dejó encerrar, ni gritó ni pataleó, y cuando partieron al baile, de nuevo llamó a sus cuervos, de nuevo la sacaron de su encierro y de nuevo se puso su vestido y su máscara y fue al baile.
El príncipe la estuvo esperando, y cuando llegó la agarró de la mano y la sacó a bailar, sin separarse de ella en toda la noche. Si alguna otra muchacha se acercaba para pedir un baile al príncipe, él respondía: “Ella es mi pareja de baile”. Le preguntó a Cenicienta quién era, de donde venía, si era del reino o no, dónde vivía. La joven evadía las preguntas una y otra vez con varias excusas, y el príncipe solo pudo averiguar que era de su reino, y que vivía en una hacienda a las afueras de la ciudad.
Las horas pasaron veloces, y cuando Cenicienta vio que su familia volvía a marcharse sin haber conseguido acercarse al príncipe, se excusó ante él y le dijo que debía marcharse. Él suplicó que le dejase acompañarla a su casa, pero de nuevo Cenicienta le dio esquinazo, desapareciendo entre la gente. Se subió a un árbol del jardín para despistar al príncipe, y cuando éste llegó con su padre, en el árbol no había ni rastro de ella, pero de nuevo encontró varios cuervos posados entre sus ramas.
El príncipe estaba desesperado. Se había enamorado de aquella misteriosa dama de negro, pero ella insistía en no darle ningún dato sobre quién era.
La última noche del baile, el príncipe y la Cenicienta volvieron a bailar, y esta vez él le declaró su amor, pidiéndole su mano para que fuese su esposa. Ella estaba halagada y emocionada, y deseaba decirle que sí, que de buena gana aceptaba casarse, pero tan solo era una sirvienta, y le dio vergüenza decirle la verdad. Una vez más, se escapó del baile, pero en esta ocasión el príncipe había cubierto las escaleras que conducían al jardín con miel, de modo que Cenicienta se dejó un zapato pegado en ellas cuando escapaba. El príncipe lo recogió, fue a su padre y le dijo:
-La portadora de este zapato es con quien deseo casarme, padre.
Su padre decidió que, a partir de la mañana siguiente, irían a todas las casas del reino, y la chica a la que le entrase el zapato, sería quien se casaría con su hijo.
Cenicienta corrió hasta llegar a su casa. Se había entretenido más de la cuenta esta última noche, y al marcharse no vio por ningún lado a las gemelas ni a la madrastra, y deseó llegar a tiempo, antes de que la descubriesen.
Entró a la hacienda por la puerta de atrás, haciendo el menor ruido posible, pero su familia se le había adelantado. Las gemelas la vieron entrar, y rápidamente avisaron a su madre. Al descubrir que era ella la misteriosa joven de vestido negro que había conquistado al príncipe, las tres montaron el cólera. Se abalanzaron sobre la pobre Cenicienta, tirándola del pelo, rasgando su vestido, insultándola y humillándola. La madrastra la llevó a los sótanos y la propinó unos buenos latigazos, reprendiéndola por haberse colado en una fiesta de la nobleza, cuando su lugar estaba entre cocinas y sirvientes. Luego la subió otra vez al ático, amenazándola con dejarla allí encerrada para siempre, y dándole la llave a sus hijas para que la guardasen.
Al día siguiente, por la mañana temprano, un carruaje real se presentó en la entrada de la hacienda, y de él salió el príncipe acompañado de varios de sus lacayos, portando consigo el preciado zapato. La madrastra avisó a sus hijas, y les dijo que debían hacerle creer al príncipe que el zapato les pertenecía a alguna de ellas, y así se convertirían en parte de la realeza. Cogieron el otro zapato de Cenicienta, y una de ellas se lo probó. Por desgracia, tenía el dedo gordo del pie demasiado grande, y el zapato no le entraba bien.
-Ten –dijo la madrastra tendiéndole un cuchillo a su hija- ampútate el dedo con esto, de esta forma el zapato te irá bien.
Su hija se mostró reacia a hacerlo, y fue la propia madrastra quien le cortó el dedo del pie, le puso una gasa mojada y luego hizo que su hija se probase el zapato que traía el príncipe.
Cenicienta, que escuchaba y veía la escena desde el ático, llamó a los cuervos en busca de ayuda.
Una de las aves bajó del cielo y se posó sobre el pie de la hermanastra, y acto seguido, comenzó a picotear la punta del zapato, justo donde estaba la herida, y haciendo que la chica gritase de dolor.
El príncipe le quitó el zapato y descubrió lo que había pasado.
-No es ella la mujer a quien amo- declaró.
Le tocaba ahora a su gemela. La madrastra volvió a probar primero, y vio que el talón de su hija era demasiado grueso y no podía encajarlo en el zapato. Esta vez no se detuvo a preguntar, y antes de que su hija se resistiese, le rebanó el talón con el cuchillo y la sacó fuera para que se probase el zapato.
Otro cuervo aterrizó a sus pies y picoteó el tacón del zapato, haciendo que la hermanastra gritase al darle en la herida.
-Tampoco es ella la mujer a quien amo –sentenció el príncipe- ¿No queda ninguna mujer en la casa, madame?
La madrastra negó en rotundo. Si sus hijas no podían ser las esposas del príncipe, menos iba a serlo una de sus sirvientas. Cenicienta, desde el ático, gritó para que el príncipe la escuchase. en aquel momento, la bandada de cuervos se abalanzaron sobre las gemelas, las arañaron y picotearon los ojos hasta arrancárselos, y luego le quitaron la llave y la colaron por la rendija del ático. Cenicienta bajó, cogió el zapato que tenía su madrastra y se lo quitó.
-Yo soy la dama de negro que buscáis, alteza –y se puso ambos zapatos.
El príncipe estalló en alegría y gozo, abrazó a Cenicienta y la besó, proclamando que había encontrado al amor de su vida.
El príncipe y ella se casaron, vivieron felices y comieron perdices. Las hermanastras, picoteadas por los cuervos, quedaron ciegas y cojas por acción de su madre, la cual acabó privada de su título de varonesa y condenada a esclava en palacio, pues poco después de la boda, las gemelas la acusaron a ella de ser quien envenenó al padre de Cenicienta.
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