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viernes, 19 de noviembre de 2010

Hoy me he quitado la venda del ego.

Llevo toda la semana quejándome, ¿sabéis? Han sido unos días duros, lo puedo asegurar, levantándome todos los días a las 5:45 ó 7:00 horas, y volviendo a casa para cenar y acostarme. Sin embargo, creo que me he dejado llevar, las quejas y lamentaciones se han apoderado de mí toda esta semana, y seguramente haya sido exajerado en algunos aspectos o me haya hecho la víctima. Me he dado cuenta por lo que me ha pasado hoy en el tren, después de clase.
Me he acostumbrado (como la mayoría de la gente que viaja en tren, supongo) a, nada más subir al vagón, buscar un sitio libre, preferiblemente alejado lo más posible del resto de viajeros, por aquéllo del espacio vital, que tanto nos gusta. El caso es que al subir al tren he pensado "qué bien, está vacío". Mentira, no me he dado cuenta hasta unos veinte minutos después, y ha sido por algo que me ha llamado la atención y me ha hecho salir de mi ensimismamiento egoísta. Cuando llevaba unas cuantas paradas ya, sumido en la música de mis auriculares, mis ojos han ido paseando por el vagón hasta aterrizar en un hombre de unos treinta y pico años, un poco más alante. Al principio no entendí muy bien lo que estaba viendo, no entendía la mueca en la que se contraía el rostro del hombre, pero al ver que alzaba la mano para intentar disimular y sus ojos se llenaban de lágrimas, sentí que el alma me daba un vuelco en el estómago, haciéndome despertar.
Las gotas surcaban sus mejillas, sus manos cubrían su mandíbula, aun sabiendo que era inútil. La señora que se sentaba a su lado había bajado la mirada y ladeado la cabeza, como para dejarle algo de intimidad. No sé por qué estaría llorando, pero el caso es que así era, y fue entonces cuando mis ojos volvieron a pasearse por el vagón, y esta vez sí los vi. Eran pocas personas, sí, pero allí estaban, cada con su vida bajo el brazo, colgada al hombro, o arrastrándola a duras penas. Un poco más alante del hombre que lloraba, había una pareja de ancianos que hablaban en voz baja, gesticulando mucho; parecían preocupados. En frente, Una mujer estaba sumergida en la lectura de su libro, mientras el que estaba a su lado dormía con la cabeza moviéndose con el traqueteo del tren. Detrás de mí, más gente, hablando por teléfono, revisando carpetas, cargados con bolsas...

Después de ver aquéllo, ya no encuentro tanto motivo para quejarme y estar pensando todo el rato en mí mismo. No soy el único que tiene cosas que hacer. No soy el único que viaja en este tren.

sábado, 13 de noviembre de 2010

Hay que saber jugar con Murphy.

El mundo está lleno de leyes: leyes jurídicas, leyes físicas, leyes biológicas... pero todos sabemos cuáles son las más presentes en la vida cotidiana, más incluso de la gravedad. Estoy hablando, queridos no-lectores, de las Leyes de Murphy.
Todos nos reímos con ellas, sí, parecen muy graciosas cuando nos las recitan o incluso cuando le pasan a alguien ajeno. Pero llegan a ser una verdadera putada cuando actúan sobre uno mismo. ¿Quién no ha perdido el tren el día de entrega de un trabajo/reunión importantísimos, o ha tenido que irse sin desayunar dejando el suelo pringoso de mermelada? ¿U optar por ir andando tras esperar largo y tendido a que venga el autobús, y luego ver que te adelanta mientras corres desesperadamente?
Os suena, ¿eh? todas estas cositas han hecho que acabemos odiando a Murphy casi tanto como a Spiderman, pero lo cierto es que, en ciertas ocasiones, hay un modo de escapar de sus implacables leyes. Jugamos con ventaja, porque las conocemos de sobra, al menos la mayoría de ellas, y eso nos sirve para anticiparnos a las consecuencias.

Ejemplo: hoy estabámos Indy y yo esperando el autobús. Como no podía ser de otra forma, se nos estaba echando la hora encima y no había rastro de él. ¿Qué hacer entonces para hacer que llegara? precisamente, echar a andar cuanto antes, porque como ya sabemos todos, el bus vendría tan pronto como dejásemos atrás la parada. Y así es, queridos no-lectores, no tuvimos que dar ni cuatro pasos para volver la cabeza y ver que el autobús se acercaba.

Y así es como, con un poco de ingenio y suspicacia, se pueden burlar las Leyes de Murphy y salir medianamente exitoso, o por lo menos con la satisfacción de haber sido más listos que la mala suerte.