Tengo una espinita clavada y no sé lo que es. Busco y rebusco en mis entrañas, pero se escurre hábilmente cuando estoy a punto de encontrarla.
Tengo una espinita clavada, y el caso es que me es familiar. Tal vez sea una tontería, quizás mi imaginación... pero el caso es que yo tenía hace tiempo un rosal en mi corazón. Comenzó con una semilla, creció y floreció con el sol, y un buen día se adueñó de todo mi interior.
Al principio era bonito, como lo es todo rosal, pero luego me di cuenta de que las espinas no hacían sino clavárseme y hacerme sangrar. Y así siguió creciendo el rosal, cada vez más grande, cada vez más evidente, presente, hermoso y doloroso.
Y un buen día me cansé, y con unas tijeras empecé a podar, a hacerlo retroceder. No fue tarea fácil, costó mucho de arrancar y para colmo, de vez en cuando descubría que algún esqueje volvía a enraizar.
Finalmente, creí que ya no quedaba ningún resto, guardé las tijeras de nuevo, satisfecho.
Y mira tú por dónde, un buen día me despierto, y descubro -bueno, de momento sospecho- que aún guardo en los pliegues de un recuerdo un pedazo de mi rosal. Menuda planta tan persistente, aunque no me extraña, lo cierto es que la mimé a base de bien.
En fin, no presuponamos, esa espinita puede ser cualquier cosa. De todas formas, la expulsaré antes de que se convierta en rosa.
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