ANA- ¿Qué suena mal y sabe bien?
GAEL- El coño.
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sábado, 31 de julio de 2010
jueves, 29 de julio de 2010
Pesadilla
¿Sabéis cuál es el colmo de un gay? Soñar que tiene la regla...
Así es, queridos no lectores, así es...
Así es, queridos no lectores, así es...
sábado, 24 de julio de 2010
Big Fish
A veces me ocurren cosas que parecen sacadas de un cuento o una película. ¿No os ha pasado alguna vez? Tanto es así, que cuando las cuento a alguien, piensan que no son verdad, que son producto de mi imaginación y de una manera exajerada de contar las cosas. Bueno, sí tengo que admitir que a veces mi forma de ver la realidad es un poco diferente, pero cuando cuento una historia como ésta, no digo mentiras ni invenciones. Así pasó en realidad, al menos para mí:
Esta semana he estado en la playa, concretamente en La Manga, costa de Murcia. Todos los años veraneo allí, en una casita de mis abuelos en el pueblo de Cabo de Palos. Todas las mañanas iba a la playa con mis padres, y daba con mi madre un largo paseo por la orilla de la playa, mientras charlábamos o cogíamos conchas. Un día, durante uno de nuestras caminatas, un señor nos paró pidiéndonos ayuda. Se trataba de un anciano de ochenta años, había bajado solo a la playa y quería darse un baño en el mar, pero necesitaba ayuda para meterse en el agua, pues según nos contó, le habían operado de la cadera, y si perdía el equilibrio al meterse en el agua y caía, no podría levantarse solo. Así que mi madre y yo lo asimos cada uno de un brazo y lo escoltamos por la orilla hasta donde el agua empezó a cubrirle por debajo del pecho. Entonces, con una sonrisa en los labios, que no paraban de darnos las gracias, se colocó las gafas de bucear y su gorro rojo y se puso a nadar. Y en algún momento que me debí perder por estar despistado, ese hombre se convirtió en un pez. Estaba feliz, nadando sin parar, lenta pero ágilmente. Después de hacerse unos cuantos largos -mi madre y yo le dejamos algo de intimidad alejándonos un poco, pero sin perderle de vista- nos contó que había sido nadador, pero que desde lo de su cadera pasaba ya muy poco tiempo en el agua.
-Yo soy criatura de mar -decía-. Llevo aquí veintiún días y solo me he podido bañar dos veces, si contamos ésta. Mi familia no baja mucho a la playa, y yo no puedo meterme solo... ¡Un día de estos echaré a nadar y no volveré a salir del agua! -comentó entre risas.
Nos dijo también que podíamos irnos si queríamos, que si en algún momento deseaba salir del agua, encontraría a más gente que lo ayudara. A mi madre le dio un poco de reparo, pero al final nos fuimos para no dejar solo a mi padre, que se había quedado leyendo en la sombrilla. Nos despedimos de él con la mano cuando hechamos a andar, aún estaba en el agua.
Al día siguiente pasamos otra vez por el mismo sitio, y oteando entre la gente que estaba metida en el agua, le vimos nadando, con sus gafas de bucear y su gorro rojo, le saludamos con la mano, pero no pareció vernos. Supusimos que su familia habría accedido a acompañarlo, pero no vimos a nadie con él.
Al día siguiente otra vez, allí estaba, nadando de un lado para otro, zambuyéndose en el agua y saliendo a respirar unos metros más allá. Cada vez se alejaba un poco más de la orilla.
Y al día después también, ya empezaba a ser costumbre el buscarle entre la multitud.
Y al cuarto día, tras buscarle durante un buen rato con la mirada, no le encontramos. Al principio nos extrañó, pero luego yo recordé aquéllo que nos dijo el día en que le conocimos, "¡Un día de estos echaré a nadar y no volveré a salir del agua!". Y así lo hizo. Me alegré mucho de que por fin aquél pez disfrazado de hombre volviera al lugar que tanto había añorado.
El último día que estuve en La Manga, nos dimos un último paseo por la playa, por la tarde. Llegamos a una zona de rocas y nos sentamos un rato a descansar y ver el mar. Entonces, vi a un enorme pez que nadaba bajo el agua, y saltaba de vez en cuando para cazar a los insectos que sobrevolaban el agua. Le dije adiós por última vez con una sonrisa, mientras volvía a alejarse mar adentro.
Esta semana he estado en la playa, concretamente en La Manga, costa de Murcia. Todos los años veraneo allí, en una casita de mis abuelos en el pueblo de Cabo de Palos. Todas las mañanas iba a la playa con mis padres, y daba con mi madre un largo paseo por la orilla de la playa, mientras charlábamos o cogíamos conchas. Un día, durante uno de nuestras caminatas, un señor nos paró pidiéndonos ayuda. Se trataba de un anciano de ochenta años, había bajado solo a la playa y quería darse un baño en el mar, pero necesitaba ayuda para meterse en el agua, pues según nos contó, le habían operado de la cadera, y si perdía el equilibrio al meterse en el agua y caía, no podría levantarse solo. Así que mi madre y yo lo asimos cada uno de un brazo y lo escoltamos por la orilla hasta donde el agua empezó a cubrirle por debajo del pecho. Entonces, con una sonrisa en los labios, que no paraban de darnos las gracias, se colocó las gafas de bucear y su gorro rojo y se puso a nadar. Y en algún momento que me debí perder por estar despistado, ese hombre se convirtió en un pez. Estaba feliz, nadando sin parar, lenta pero ágilmente. Después de hacerse unos cuantos largos -mi madre y yo le dejamos algo de intimidad alejándonos un poco, pero sin perderle de vista- nos contó que había sido nadador, pero que desde lo de su cadera pasaba ya muy poco tiempo en el agua.
-Yo soy criatura de mar -decía-. Llevo aquí veintiún días y solo me he podido bañar dos veces, si contamos ésta. Mi familia no baja mucho a la playa, y yo no puedo meterme solo... ¡Un día de estos echaré a nadar y no volveré a salir del agua! -comentó entre risas.
Nos dijo también que podíamos irnos si queríamos, que si en algún momento deseaba salir del agua, encontraría a más gente que lo ayudara. A mi madre le dio un poco de reparo, pero al final nos fuimos para no dejar solo a mi padre, que se había quedado leyendo en la sombrilla. Nos despedimos de él con la mano cuando hechamos a andar, aún estaba en el agua.
Al día siguiente pasamos otra vez por el mismo sitio, y oteando entre la gente que estaba metida en el agua, le vimos nadando, con sus gafas de bucear y su gorro rojo, le saludamos con la mano, pero no pareció vernos. Supusimos que su familia habría accedido a acompañarlo, pero no vimos a nadie con él.
Al día siguiente otra vez, allí estaba, nadando de un lado para otro, zambuyéndose en el agua y saliendo a respirar unos metros más allá. Cada vez se alejaba un poco más de la orilla.
Y al día después también, ya empezaba a ser costumbre el buscarle entre la multitud.
Y al cuarto día, tras buscarle durante un buen rato con la mirada, no le encontramos. Al principio nos extrañó, pero luego yo recordé aquéllo que nos dijo el día en que le conocimos, "¡Un día de estos echaré a nadar y no volveré a salir del agua!". Y así lo hizo. Me alegré mucho de que por fin aquél pez disfrazado de hombre volviera al lugar que tanto había añorado.
El último día que estuve en La Manga, nos dimos un último paseo por la playa, por la tarde. Llegamos a una zona de rocas y nos sentamos un rato a descansar y ver el mar. Entonces, vi a un enorme pez que nadaba bajo el agua, y saltaba de vez en cuando para cazar a los insectos que sobrevolaban el agua. Le dije adiós por última vez con una sonrisa, mientras volvía a alejarse mar adentro.
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